martes, 24 de febrero de 2009

De febreros desiertos en Santiago y otras yerbas o simplemente un cuento


Simplemente sucedió saliendo del estacionamiento. Como todos los días, dejó el auto, tomó sus cosas y descendió en ascensor. Lo mismo de siempre; bajaba del sexto piso del aparcamiento, cargando su cartera, su almuerzo y el notebook. Era un día más de rutina agobiadora.

Al salir, su mirada se cruzó con la persona que iba entrando en el recinto. Fue cosa de segundos. Él de repente le habló y ella se detuvo y dio media vuelta. Él la miraba intensamente buscando algo en su memoria y de súbito dijo: “Disculpa pero… te conozco”. Ella también hurgó en sus recuerdos y recordó.

Habían pasado treinta y cuatro años. Eran jóvenes unidos por un ideal. Sus nombres eran otros. Cuándo o cómo sucedió ya no recordaba, pero sus bocas se unieron en un profundo beso que traspasó todas las fronteras. Solían encontrarse en diversos lugares, siendo las Colinas de Lenin el predilecto, arrimados a un abedul, sus bocas se encontraban una y otra vez. Toda la pasión y el deseo se manifestaban en esos besos.

Ella era más joven, sin experiencia y el máximo placer que conocía su cuerpo eran sus besos. Seguramente, él así lo entendió y por eso nunca rompió el embrujo. La vida los llevó por diferentes caminos. Nunca supo nada de él ni siquiera cuál era su verdadero nombre.

Sí, claro que nos conocemos, no te había reconocido, dijo ella. Mientras brotaban las palabras, su mente se quedó en las imágenes de esa época juvenil. Quedaron paralizados conversando. Él, diciendo que tenía que ir a terreno; ella, cargando su pesado notebook, pero ninguno hacía amago de terminar la magia del encuentro. Ella lo invitó a su oficina a tomar un café. No obstante lo atrasado que estaba, él no pudo ni quiso negarse y siguieron conversando sin desviar la mirada el uno del otro. Hablaron de sus respectivos trabajos, de los países por donde habían transitado, de los hijos y, como al pasar, él mencionó que se había separado y ella le contó lo mismo a él. El tiempo volaba, la conversación fluía y sus miradas seguían atadas. En cierto momento él volvió a la realidad y dijo: tengo que irme. Sí, repondió ella, tenemos que trabajar.

Durante la jornada ella en varias ocasiones recordó el encuentro de la mañana, pero por sobre todo su mente rebobinó 34 años. Llegó un momento después del cual no pudo concentrarse más y el trabajo dejo de cundir, de modo que decidió irse más temprano de lo habitual y seguir trabajando en su casa.

Cerró la oficina. Caminó lentamente hasta el estacionamiento mientras repasaba los acontecimientos de esa mañana. Iba en eso cuando levantó la vista y nuevamente sus miradas se cruzaron: él salía y ella entraba. Sonrieron. Dos veces en un mismo día después de 34 años era mucho. Supieron que los dos tenían el vehículo en el mismo lugar. Las palabras volvieron a brotar, pero en un momento ella dijo: “Ya me voy. Nos hablamos”. Apurada, como si tuviera algo urgente que hacer, se dirigió hacia el ascensor. No recordaba si le había dado su teléfono, en todo caso él ya sabía donde estaba su oficina.

Quizás él la buscaría o talvez tendrían que pasar muchos años para que volvieran a encontrarse. La primera vez que se vieron ella era demasiado joven; la próxima ambos podrían ser demasiado viejos…

sábado, 7 de febrero de 2009

De paltas, violines, revoluciones y otras yerbas o simplemente de Moscú al Valle del Elqui.



Debe haber sido fines de febrero, principios de marzo de 1974 caminando por las calles de Miraflores, en Lima, con nuestras penas y dolores en la mochila. De repente mi padre saluda con mucho afecto y emoción al actor Anibal Reyna. Una mujer muy bella y de mirada dulce lo acompañaba, era Eliana. Al poco conversar ella se entera que nosotros estamos en vísperas de viajar a Moscú, a la Unión Soviética, y nos cuenta que su hijo Joaquín estudia violín allá. La verdad que nosotros no teníamos muy claro nuestro destino, solo que nos trasladábamos al vaticano de los comunistas. A la dulce mirada y sencilla solicitud maternal que recibí, era imposible decir que no. A su hijo le gustaban mucho las paltas, así que recibí cual tesoro un par de paltas y un cutex para su polola rusa.

Las paltas no las solté nunca, siempre estuvieron conmigo –al menos si hubiera sido un viaje directo- pero no, fue a través de Ámsterdam, donde los dos días que estuvimos aprovechamos de conocer la casa de Anna Frank, hacer el tradicional viaje en barco y por supuesto “vitrinear”.

Finalmente, llegamos a destino y por supuesto que lo primero que hice fue tratar de ubicar al destinatario de tan valioso cargamento. Debo reconocer que solo mi ingenuidad hizo me dedicara al “contrabando” de paltas, pero por otro lado reconozco que volvería a hacerlo. Surgió una amistad profunda que ha trascendido geografías, bemoles y revoluciones sociales e interiores.

Un día domingo, en plena clandestinidad en los años 80, fui a comprar el diario y de repente mis ojos se detuvieron en un suplemento. Quedé atrapada por su portada: el valle del Elqui de fondo y un joven rubio, de túnica blanca, de pelo muy largo, con sus ojos azules mirando la eternidad. Me interesaban las noticias políticas, sin embargo no lograba concentrarme en ver los titulares de los otros diarios. Seguía pensando en la foto me recordaba tanto a mi amigo Joaquín, pero el Juaco usaba el pelo corto, se vestía formalmente y, por otro lado, yo a él lo hacía a miles de kilómetros de nuestro chilito. La curiosidad pudo más y finalmente compré el diario (una de las pocas veces que he comprado LUN). Llegué al lugar en el que estaba viviendo, ávida por leer el suplemento, pues si no estaba alucinando era mí amigo, el de las paltas, el del violín, el joven socialista de Moscú. Me devoré el artículo, supe de su nueva filosofía de vida y lo más importante: en los próximos días daría un concierto con Roberto Bravo en el Teatro Oriente. En sala, miraba a los asistentes y me sentía distante de ese mundo. Fue un bello concierto, y al término el reencuentro el abrazo profundo de dos amigos que no se han visto durante años. Me tomó la mano y dijo: “Vamos, ahora no te escapas tan fácilmente”. Partí de arroz graneado. Era un encuentro entre amigos después del concierto. Recuerdo que estaban Roberto Bravo, Sonia Viveros, Eduardo Yáñez y mucha más gente, que no conocía. No tengo claro en qué momento me sentí más en corral ajeno: en la reunión o en el concierto.


Bajo un guindo el tiempo se detuvo. Habían pasado muchas cosas desde nuestro último encuentro. Yo, con mi forma de ver la vida tan ortodoxa, inflexible e intolerante con todo aquello que se alejara de mi ideario, buscaba a mi amigo y compañero de tantas jornadas, en mi estupidez no me contuve y pregunté: “¿Qué te pasó?” Sus azules ojos se clavaron en los míos y en un tono pausado y solemne dijo: “Primero, tomé whisky; luego, vodka, y ahora… bebo agua”. Sonrió y su rostro se iluminó.

El 84 luego de largos meses de asilo en la embajada de Costa Rica (será para otra historia) finalmente el régimen anunció que me otorgaba el salvoconducto. Ya se habían ido los asilados de la Nunciatura apostólica y cerca de un mes fui la única asilada en Chile, en tiempos donde además muchos estaban lentamente retornando al país. Horas antes que me sacaran de la embajada, en el lugar donde estaba esperando para salir con destino al nuevo exilio, se abre una puerta e ingresa mi amigo Joakin, con su eterna sonrisa y ese mar de dulzura. Había conseguido con Naciones Unidades que le permitieran verme y me traía de regalo unos chocolates y unos dólares para el viaje. Pero, por sobre todo me traía algo mucho más preciado y duradero en el tiempo: un abrazo fuerte y profundo transmitiéndome toda la energía necesaria para enfrentar esa nueva etapa.

Pasarían muchos años hasta que volviéramos a reencontrarnos. Sería en Chile, en Santiago, en el restaurante El Huerto. Era el primer gobierno de la Concertación. Su vida transcurría entre el Valle del Elquí y Estados Unidos. Era un compositor de renombre internacional. La CEPAL hizo suyo su himno de la paz. Por primera vez, noté un dejo de tristeza en sus ojos. Se lo comenté y para entender su respuesta tuvieron que pasar alrededor de 18 años. Me dijo: “Me siento atrapado, enjaulado, así deben sentirse las aves en cautiverio”. Para mi era el ser más libre que había conocido, el que había roto los convencionalismos y encauzado su arte de acuerdo a su sentir, y no a lo que se esperaba de él. Por eso, me costaba entender esa respuesta y sólo hoy cuando escribo estas notas en una de sus cabañas de Puclaro, en pleno Valle del Elqui lo entiendo.

Su mirada ya no tiene ese dejo de tristeza. Muy por el contrario, se le ve pleno: su tiempo transcurre entre acordes, versos y bemoles que dan paso a hermosas composiciones. Los días sábados a las 20 hrs., con el Puclaro de escenografía natural, comparte generosamente la belleza de sus composiciones, donde se mezclan el violín, la ocarina, el piano, con un público embelesado, que penetra en los secretos del lago y los misterios del cielo estrellado.

Ese es mi amigo Joakin Bello, el más bello de los bellos. ¿Cómo poder contagiarse con un poco de su valentía, osadía y sacar de la mochila todo aquello innecesario, que no nos gusta, que molesta y que, en muchos casos, nos hace sufrir? ¿Cómo mantener la escencia cuando uno debe seguir viviendo entre cemento, luchando contra la rutina y tratando de vivir el día a día?