Simplemente sucedió saliendo del estacionamiento. Como todos los días, dejó el auto, tomó sus cosas y descendió en ascensor. Lo mismo de siempre; bajaba del sexto piso del aparcamiento, cargando su cartera, su almuerzo y el notebook. Era un día más de rutina agobiadora.
Al salir, su mirada se cruzó con la persona que iba entrando en el recinto. Fue cosa de segundos. Él de repente le habló y ella se detuvo y dio media vuelta. Él la miraba intensamente buscando algo en su memoria y de súbito dijo: “Disculpa pero… te conozco”. Ella también hurgó en sus recuerdos y recordó.
Habían pasado treinta y cuatro años. Eran jóvenes unidos por un ideal. Sus nombres eran otros. Cuándo o cómo sucedió ya no recordaba, pero sus bocas se unieron en un profundo beso que traspasó todas las fronteras. Solían encontrarse en diversos lugares, siendo las Colinas de Lenin el predilecto, arrimados a un abedul, sus bocas se encontraban una y otra vez. Toda la pasión y el deseo se manifestaban en esos besos.
Ella era más joven, sin experiencia y el máximo placer que conocía su cuerpo eran sus besos. Seguramente, él así lo entendió y por eso nunca rompió el embrujo. La vida los llevó por diferentes caminos. Nunca supo nada de él ni siquiera cuál era su verdadero nombre.
Sí, claro que nos conocemos, no te había reconocido, dijo ella. Mientras brotaban las palabras, su mente se quedó en las imágenes de esa época juvenil. Quedaron paralizados conversando. Él, diciendo que tenía que ir a terreno; ella, cargando su pesado notebook, pero ninguno hacía amago de terminar la magia del encuentro. Ella lo invitó a su oficina a tomar un café. No obstante lo atrasado que estaba, él no pudo ni quiso negarse y siguieron conversando sin desviar la mirada el uno del otro. Hablaron de sus respectivos trabajos, de los países por donde habían transitado, de los hijos y, como al pasar, él mencionó que se había separado y ella le contó lo mismo a él. El tiempo volaba, la conversación fluía y sus miradas seguían atadas. En cierto momento él volvió a la realidad y dijo: tengo que irme. Sí, repondió ella, tenemos que trabajar.
Durante la jornada ella en varias ocasiones recordó el encuentro de la mañana, pero por sobre todo su mente rebobinó 34 años. Llegó un momento después del cual no pudo concentrarse más y el trabajo dejo de cundir, de modo que decidió irse más temprano de lo habitual y seguir trabajando en su casa.
Cerró la oficina. Caminó lentamente hasta el estacionamiento mientras repasaba los acontecimientos de esa mañana. Iba en eso cuando levantó la vista y nuevamente sus miradas se cruzaron: él salía y ella entraba. Sonrieron. Dos veces en un mismo día después de 34 años era mucho. Supieron que los dos tenían el vehículo en el mismo lugar. Las palabras volvieron a brotar, pero en un momento ella dijo: “Ya me voy. Nos hablamos”. Apurada, como si tuviera algo urgente que hacer, se dirigió hacia el ascensor. No recordaba si le había dado su teléfono, en todo caso él ya sabía donde estaba su oficina.
Quizás él la buscaría o talvez tendrían que pasar muchos años para que volvieran a encontrarse. La primera vez que se vieron ella era demasiado joven; la próxima ambos podrían ser demasiado viejos…
Al salir, su mirada se cruzó con la persona que iba entrando en el recinto. Fue cosa de segundos. Él de repente le habló y ella se detuvo y dio media vuelta. Él la miraba intensamente buscando algo en su memoria y de súbito dijo: “Disculpa pero… te conozco”. Ella también hurgó en sus recuerdos y recordó.
Habían pasado treinta y cuatro años. Eran jóvenes unidos por un ideal. Sus nombres eran otros. Cuándo o cómo sucedió ya no recordaba, pero sus bocas se unieron en un profundo beso que traspasó todas las fronteras. Solían encontrarse en diversos lugares, siendo las Colinas de Lenin el predilecto, arrimados a un abedul, sus bocas se encontraban una y otra vez. Toda la pasión y el deseo se manifestaban en esos besos.
Ella era más joven, sin experiencia y el máximo placer que conocía su cuerpo eran sus besos. Seguramente, él así lo entendió y por eso nunca rompió el embrujo. La vida los llevó por diferentes caminos. Nunca supo nada de él ni siquiera cuál era su verdadero nombre.
Sí, claro que nos conocemos, no te había reconocido, dijo ella. Mientras brotaban las palabras, su mente se quedó en las imágenes de esa época juvenil. Quedaron paralizados conversando. Él, diciendo que tenía que ir a terreno; ella, cargando su pesado notebook, pero ninguno hacía amago de terminar la magia del encuentro. Ella lo invitó a su oficina a tomar un café. No obstante lo atrasado que estaba, él no pudo ni quiso negarse y siguieron conversando sin desviar la mirada el uno del otro. Hablaron de sus respectivos trabajos, de los países por donde habían transitado, de los hijos y, como al pasar, él mencionó que se había separado y ella le contó lo mismo a él. El tiempo volaba, la conversación fluía y sus miradas seguían atadas. En cierto momento él volvió a la realidad y dijo: tengo que irme. Sí, repondió ella, tenemos que trabajar.
Durante la jornada ella en varias ocasiones recordó el encuentro de la mañana, pero por sobre todo su mente rebobinó 34 años. Llegó un momento después del cual no pudo concentrarse más y el trabajo dejo de cundir, de modo que decidió irse más temprano de lo habitual y seguir trabajando en su casa.
Cerró la oficina. Caminó lentamente hasta el estacionamiento mientras repasaba los acontecimientos de esa mañana. Iba en eso cuando levantó la vista y nuevamente sus miradas se cruzaron: él salía y ella entraba. Sonrieron. Dos veces en un mismo día después de 34 años era mucho. Supieron que los dos tenían el vehículo en el mismo lugar. Las palabras volvieron a brotar, pero en un momento ella dijo: “Ya me voy. Nos hablamos”. Apurada, como si tuviera algo urgente que hacer, se dirigió hacia el ascensor. No recordaba si le había dado su teléfono, en todo caso él ya sabía donde estaba su oficina.
Quizás él la buscaría o talvez tendrían que pasar muchos años para que volvieran a encontrarse. La primera vez que se vieron ella era demasiado joven; la próxima ambos podrían ser demasiado viejos…